Recibir como primer regalo del Día de las Madres a un hijo, es maravilloso. Mañana hará tres años que soy madre, que inicié, sin saberlo, un camino en trío (mis hijos y yo), un andar para conocerme mejor. Fueron 12 horas de parto tuiteado (ojalá recuperara esos tuits) y el tiempo se hizo eterno mientras esperaba el llanto que confirma la vida.
El primer beso de la madre al hijo es la ratificación del pacto sagrado: No necesitamos estar atados por un cordón, te amo y te protejo por siempre.
El cuerpo duele inconmesurablemente, pero los pechos exigen cumplir su misión. Tu hijo come, aprendes que el amor duele y amas aún más.
Tu hijo sostiene tu dedo con toda su mano y su fuerza, en ese espacio de aire eres su única constante.
Ese asirse es mutuo, tú también requieres que tu hijo sea la constante en ese caos de cuerpo que se desbordó, se entregó, se rasgó.
Su placer es el tuyo; su llanto, el tuyo; su aprendizaje, el tuyo. Vives la empatía por primera vez, redefines el concepto de compasión.
La cicatriz es irrelevante, tu hijo te ha hecho una marca más profunda que lo que un bisturí alcanza.
La mirada te cambió, la piel dejó de ser un lienzo de vanidad y se convirtió en tu casa, en la pista de despegue y aterrizaje para tu hijo.
Ambos saben que no se pertenecen, pero le espera un caminar de retos, acercamientos, separaciones, acuerdos, celebraciones, fracasos, premios, abrazos y verdad. Una madre y un hijo son transparentes el uno para el otro, aunque intenten lo contrario.
Tu dolor es su dolor; lo que callas, es su silencio y su llanto; lo que anhelas, es su sueño.
Un hijo me enseñó a ser fuerte, el otro a ser feliz. Mañana festejo a uno de mis maestros.
La historia de una madre y un hijo comenzó hace tres años, la celebro porque es la mía y la de cada ser humano en esta Tierra.
Gracias mi amado hijo.
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