“El taller no es lugar para las mujeres” gritaba mi abuela
desde la cocina (mi Úrsula Iguarán). Por supuesto no hice caso de esos
llamados, tenía tareas más importantes que aprender a guisar. Mi abuelo (mi Melquiades)
me enseñaba a medir, cortar, clasificar, contar y enrollar. Yo debía entregar
paquetes de alambres de cobre y papel doblado en v para que él pudiera
embobinar motores. Me sentía importante, necesaria, científica.
En este taller podía pasar horas sentada en un banco de
madera pintado de azul jugando y trabajando con imanes, pinzas, papel,
flexómetros. Disfrutaba ver a mi abuelo concentrado y después decirme con voz y
ojos expectantes ¿estás lista? El ruido de un motor funcionando nos alegraba a ambos.
Yo reía y me tapaba los oídos, él sonreía. Le habían traído un problema y él
regresaba una solución.
-Muchas gracias maestro Bano ¿cuánto le debo?
-Lo que sea su voluntad
Esa parecía ser su respuesta para la vida, dejar que la
voluntad de Dios o de mi abuela sucediera, él no se pelearía por lo superfluo.
Mi abuelo, Urbano Cuéllar, nació el 4 de agosto de 1927,
casi cinco meses después que Gabriel García Márquez, el abuelo de la literatura
latinoamericana (así lo nombraron los cracks en Bogotá 39
en el año 2007). En México era presidente Plutarco Elías Calles y se vivía la
guerra cristera. En Colombia, Miguel Abadía Méndez era presidente y se cometían
injusticias laborales que desencadenarían la masacre bananera que “El Gabo”
habría de narrar en su obra emblemática: Cien años de soledad.
Mi abuelo juraba que desde el bautizo le tomó la mano a mi
abuela. Ella nació doce días después que él y por la guerra cristera,
probablemente recibieron el primer sacramento juntos en una celebración secreta
dentro de una casa.
Veinte años después, mi abuelo le regala gardenias a mi
abuela mientras caminan en sentidos contrarios en el jardín principal de Silao.
Ellos se hacen novios, comen nieve a escondidas y en Bogotá, Gabriel García
Márquez, publica su primer cuento, La tercera resignación en el diario El
Espectador.
Mi abuelo, guiado por los comentarios de progreso en otras
tierras decide probar suerte en Puebla, convence a su familia y los muda para
allá. Era 1949 y mi abuela, su novia, debe esperar por él en Silao. Gabriel
García Márquez se inicia en el periodismo y publica para El Universal de
Cartagena.
Mi Melquiades regresa a contraer nupcias con mi abuela un 21
de mayo de 1952. Gabriel García Márquez escribía sus últimos cuentos para El
Espectador y se preparaba para escribir su primera novela: La hojarasca.
Para 1966, Urbano Cuéllar ya había regresado al bajío, ahora
buscaba suerte con una tienda de pinturas en el centro de León y había dejado a
sus hermanas en Puebla. Poco después cerró la tienda e instaló de nuevo su
taller. Mi abuela reorganizaba la vida cotidiana en tierra de tenerías con
siete hijos. En la Ciudad de
México, “Gabo” escribía Cien años de soledad, inspirado en su propia familia,
que terminó reflejando otras tantas.
Mi abuelo siempre quiso una hija y le llegó en forma de
nieta en octubre de 1982, su primogénito, mi padre, finalmente llevó a la
familia una niña. Ocho días
después Gabriel García Márquez recibió el Premio Nobel de Literatura.
Dieciocho años después, me introduzco en una tienda sacada
de un cuento de hadas en Jackson Heights, Queens. Libros de piso a techo,
música new age, fuentes y jardines zen entre mesas redondas con largos manteles
bordados que sostienen libros abiertos. Era una espacio reducido pero el mundo
entero cabía ahí. Una mujer con enorme sonrisa me pregunta en inglés qué busco.
Le respondo titubeando, con risa de complicidad recorre un banco y me enseña
orgullosa la colorida colección de la obra de García Márquez. Cien años de
Soledad es un libro amarillo, por supuesto. La hojarasca es verde y Crónica de
una muerte anunciada es morada.
En mi curso de literatura latinoamericana leo por primera
vez: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel
Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo
llevó a conocer el hielo.” Ser latina, ser mexicana, amar la literatura tuvo un
nuevo significado a partir de ese libro.
Cien años de soledad se volvió un espejo, me permitió
aceptar mi vida hasta ese momento, reconocer la magia en la que ciertas
personas vivimos, disfrutar la narrativa por su perfecta combinación de
imaginación, historia personal y memoria colectiva. Comprendí cómo un escritor
va enrollando sus personajes en la estructura de anécdotas, conflictos,
profecías que imagina. Por primera vez vi la literatura como un motor que bien
embobinado produce encuentros, vence distancias físicas y temporales. No
bastaba la inspiración, era necesario trabajar, ser metódico, experimentar,
perfeccionar y cada vez estar listo para la sorpresa que esa unión de palabras
produciría. Chispas amarillas en forma de mariposas me hacían sonreír en ese
nuevo taller que no quería abandonar.
García Márquez es efectivamente el abuelo que con sus
historias me hizo sentir especial frente a un mundo de rascacielos y lógica
pura. Es el abuelo que me enseñó que la locura y la soledad son parte de la
vida, que narrar es dar orden, para que otros miren lo que no saben ver, porque
no creen que sea posible.
Urbano Cuéllar es mi abuelo de sangre, de quien aprendí que
la magia no es suerte, sino trabajo metódico, energía ordenada con un
propósito. El abuelo que me hacía caballito de niña ante la sorpresa de sus
siete hijos que todavía hoy dicen: nunca antes vi a mi papá jugar. El abuelo
que me dejaba leer periódicos y condoritos durante horas en la bodega del
taller con tal de no ir a cocinar o escuchar a las amigas de mi abuela hablar
cosas de mujeres, decían ellas. El abuelo que recibió feliz a mi segundo hijo,
porque dijo se parecía a su padre. El abuelo a quien le sostuve su mano
mientras expiraba y le decía al oído: aquí estoy.
Para mí murieron dos grandes, el abuelo de la literatura
latinoamericana y el padre de mi padre. Nacieron con cinco meses de diferencia,
murieron con dos días de diferencia. Distintas latitudes y caracteres, pero dos
hombres de una misma generación partieron dejándome momentos felices. La
profecía se realizó, la cola de cerdo que es la muerte me tiene en silencio
desde hace días, recordando el taller donde las máquinas cobraban vida, donde
saltaban chispas amarillas, naranjas y me hacían reír. La muerte de García Márquez se coló en
mi mente porque mi hermano lo leyó en Internet, entonces me fui a Macondo, a
Nueva York, a esa frase que por primera vez me hizo llorar la muerte de mi
madre sin miramientos: “Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto
bajo la tierra.”
Las anécdotas se agolpan en mi mente, mi abuelo, quien una
vez hizo funcionar la nueva maquinaria alemana de una tenería sin ver planos,
ni leer inglés o alemán, sólo con observar y caminar alrededor, haciendo
pequeños ajustes, casi mágicos, dicen quienes cuentan esta historia una y otra
vez. De un segundo a otro, la inversión que ya maldecía el dueño se volvió
productiva. Mi abuelo que lo mismo reparaba lavadoras, licuadoras, que cepillos
para el cabello y espejos para mi abuela, también gustaba de quedarse dormido
en su sillón después de comer y despertar como si nada ante el llamado de mi
abuela y su insistencia en que socializara con los invitados. Él siempre
respondía al ¿qué nos cuenta don Bano?
-tengo muchos motores- y regresaba al taller. Mi abuelo a quien no le
gustaba estrenar porque se acababa, había que aprovechar al máximo lo que se
tenía.
Escribo, un motor se enciende y estoy en ese taller de
Emiliano Zapata 221 y al mismo tiempo frente al hielo con Melquiades.