18 jun 2014

La matriarca


Ya que andas por ahí… tráete el pan, la bolsa, abre la puerta, revisa los pájaros (aunque fueras en la dirección contraria de cualquiera de las actividades que necesitaban realizarse porque mi abuela lo pedía) Ya que andas por ahí, fue una de las frases que más pronunció mi abuela, lo otro que más veces dijo en su vida fue Bano, como llamaba a mi abuelo Urbano.

Nacieron con días de diferencia, Bano nació el 4 de agosto de 1927, Jesucita, como él le decía, el 16 de agosto. Mi abuela me contó que a los 20 años ella pasaba por el taller donde trabajaba Bano y cada que lo hacía, él le chiflaba. Ella le decía a sus primas: no hagan caso, es el grosero de Bano. Cuando giraban alrededor del quiosco en sentido contrario hombres y mujeres y Bano le regalaba gardenias, ella se sentía aviadora, como decía su tía, pero a él le decía: Bano sangrón. Mi abuelo insistía con más gardenias, nieves a escondidas, chiflidos y saludos cada que la veía pasar. -Hay que casarse con quien te ama- me decía mi abuela.

 Oí su plática de cómo se enamoró de mi abuelo varias de veces y cada vez cuando llegaba a la parte de las vueltas en el jardín y las gardenias sus ojos brillaban, su sonrisa era la de una adolescente enamorada. Cada vez que la observé narrarme su historia, pensé: así quiero sentirme algún día, así quiero contarle a mis nietos mi historia de amor.

El 21 de mayo de 1952 se casaron, el 8 de abril de 1953 nació su primogénito Alberto, mi padre. En 1982 nazco y mi abuela es feliz porque después de 9 hombres por fin tiene una niña a quien peinar de trenzas y mandarle hacer vestidos. Las trenzas siempre fueron mi pleito con ella, yo quería andar con el cabello suelto y ella peinarme con limón y aquanet. A pesar de eso amaba pasar las vacaciones o fines de semana en su casa. Cada habitación era un viaje a un mundo imaginario. Cuando no estaba inventando historias y actuándolas alrededor de toda la casa, estaba agarrada de la falda de mi abuela, me sentía segura, mi mente podía crear otra historia, alejarse del mundo material.

Con mi abuela había que levantarse temprano, tomar el diablito con canastilla metálica que servía para transportar el mandado e ir al carro verde con Don Rito por la carne. Entre muchas señoras peleándose por el mejor trozo, mi abuela espetaba al dueño: Don Rito, deme… y Don Rito obedecía, sí mi abuela era mandoncita o como a mí me gusta decirle, una matriarca. Caminábamos entre el mercado buscando verduras y flores, al final me llevaba a la dulcería  donde en cucuruchos de papel me entregaban chocolates con mini esferas de dulces colores y corazones azucarados en colores verde, rosa y azul pastel. Caminábamos a casa, mi abuela llegaba a cocinar y yo corría al taller de mi abuelo. -El taller no es lugar para las mujeres-gritaba desde la cocina. Después de comer se lavaban los platos y en eso sí ayudaba, a qué infante no le gusta mojarse y hacer burbujas de jabón. Algunas tardes después de rezar en el oratorio de San Felipe Neri, Jesucita me llevaba a Woolworth a comer una copa de helado de fresa con galletas de chocolate y me dejaba escoger un juguete. Otras tardes ponía un mantel floreado sobre la mesa redonda del comedor, sacaba un plato hondo de plástico color morado lleno de monedas redondas, octagonales, pesadas y ya sin valor comercial, salvo por el metal de que estaban hechas. Colocaba dos juegos de baraja española y esperábamos a sus amigas para la jugada. Jamás olvidaré el olor a metal, el sonido pru pru de las barajas cayendo una sobre otra y luego siendo arqueadas antes de repartirlas. Las risas y las anécdotas de quienes jugaban. Mi abuela y mi tía Eva reían mucho. Mi tía Eva siempre traía labial rojo y una pestañas largas y negras. Mi abuela sólo se pintaba los labios de rosa y las uñas de rosa pálido o color melón. Decía que las mujeres debíamos ser discretas, arregladas pero discretas.

A la mesa redonda de mi abuela llegaban infinidad de tíos, tías, primos, más grande comprendí que era porque mi abuela quería a sus amigos, a sus vecinos, a quienes rentaban un cuarto contiguo al taller y se veían apretados de dinero para pagar, a los amigos de mis tíos que se quedaron ahí porque estaban estudiando, a todos como familia. – Ponle más agua a los frijoles y vamos a cortar el pan- decía mi abuela y todos cabían en su mesa redonda. Alguna vez me tocó presenciar la discusión entre sus hijos ingenieros y ella de si en una mesa redonda cabían más comensales que si en una rectangular. Ante las razones matemáticas y físicas mi abuela término la discusión con: pues en una mesa redonda nos vemos mejor y podemos platicar todos, ya vieron.

Poner el nacimiento era una tarea de días, era crear una ciudad entera y no importaba si los estilos y tamaños de las casas, pastores, animales y demás eran distintos, todos debían estar incluidos en la representación, incluidos los niños Dios que se colocaban en navidad, había uno que era más grande que el pesebre, la Virgen y José juntos y otro diminuto que cabía sobre el dedo gordo. A mi abuela lo que le gustaba de la navidad era tener a la familia reunida y que sus nietos rompieran las esferas y se rieran, porque a propósito colocaba las esferas lo más abajo del árbol. Por supuesto las nueras decían no y mi abuela: Déjalo está chiquito, al rato limpiamos.

Jesucita es una revolucionaria para mí, crió a 7 varones que hoy entran perfecto en lo que llaman la nueva paternidad. Hombres que no temen cargar a sus hijos, cambiarles pañales, jugar con ellos (incluso lo hacen con los nietos, los he visto), prepararles alimento (mi padre nos hacía el lunch que nos querían comprar en la escuela, mi hermano vio la oportunidad del negocio y argumentó que cada vez tenía más hambre), lavar, planchar (lo hacen mejor que en la tintorerías), barrer, trapear (la casa queda más limpia que un quirófano). Hombres que se asumen como cabeza de familia y protegen, guían. Sí tienen sus obsesiones pero nadie es perfecto y hasta hoy ninguno matrimonio se ha separado. Algo han de ver mis tías en ellos que aguantan o negocian. Hombres así no se logran por azar, algo aprendieron de mis abuelos, algo tuvo que ver que mi abuela fuera una matriarca, una mujer que estaba al pendiente de las necesidades de cada uno: come más, come menos, no te duermas, descansa, estudia, enséñale. El por favor era implícito, ella ordenada, el gracias si lo manifestaba.
-Abuela voy a viajar a Cuba con mis amigas-
-Muy bien, ten un dinerito, te divierte y te cuidas muchachita-

-Abuela, no tengo mesa, me prestas por una semana esa-
- Sí, llévatela (Ya pasaron 468 semanas)

- Ay hija, a ver si llego a verte en tu boda
- Abuela, antes te traigo nietos que un marido.
- Bueno, si eso te hace feliz.

-       Abuela me acuerdo mucho del patio rojo y la mesa blanca de metal en tu casa del centro, de tus plantas y que leías selecciones- Le digo mientras le sostengo la mano en el hospital, no puedo detener las lágrimas, mi abuela siempre ha sido una mujer fuerte y me duele verla dependiente, ya ni ganas tiene de decir ya que andas por ahí, ahora que todos preguntamos qué se te ofrece, ella no pide, ella no manda.

-       Yo me acuerdo que dijiste, abuela quiero esta mesa, te dije cuando me muera y contestaste: ¿Cuándo te mueres? – Mi abuela sonríe- eras muy pequeña y siempre estabas cogida de mi falda.
-       Me acuerdo abuela, me acuerdo.

-       Tu abuela y tu mamá me enseñaron muchas cosas, tu mamá me encargó a tu papá y a ustedes cuando ya estaba muy malita; ahora yo te encargo a tu papá y a mis muchachitos, mis nietos.
-       Abue, vas a estar bien, tienes que ver a mis hijos en la universidad- mi abuela se ríe, caen lágrimas discretamente por su mejilla. 

Años atrás, mi abuela recibió la primera operación a corazón abierto en Léon, desde entonces estuvo preocupada por los años que le quedaban y lo que alcanzaría a ver, -el doctor dijo que máximo 15 años- decía. El doctor que la operó murió antes que ella y su corazón alcanzó a celebrar sus bodas de oro, el nacimiento de cuatro nietas más y tres bisnietos. Lo que ya no pudo soportar fue separarse de su Bano, su corazón del alma sólo resistió un mes y 12 días sin él.
-Extraño mucho a tu abuelo, hoy hubiéramos cumplido 62 años de casados, no quiero estar sin él- me dijo.

Mi abuela ya no despertó, se fue entre sueños. El 11 de junio recibí la noticia, no podía creerlo, justo el día anterior había estado con ella y me mandó a comprar un cuarto de bistec porque tenía antojo de un caldo con mucho jugo de carne. Mi abuela ordenando, debía estar mejor, la dejé comiendo mango porque era su fruta favorita y ese día resplandecían en el puesto al lado de la carnicería. Mi abuela comió mientras le platicaba de sus bisnietos y sus travesuras semanales.

- Ay Hija, qué enfermedad tan rara tengo, toda desguanzada, ni mi alivio ni me muero. Pero ya le dije a Julia Velázquez Albarrán, mamá llévame, qué es esto. A ella le gustaba decir su nombre completo.
- No sabía que era Albarrán.
-Traéme a mis muchachitos, los quiero ver, los quiero mucho y a ti también-
-Yo te quiero mucho abuela, te amo. Venimos el fin de semana, pero ahorita ya me voy porque tengo que ir por tus muchachitos a la escuela.
-Ve con Dios-

La dejé comiendo su mango y mirando su jardín desde el reposet. Jesucita se fue con su Bano porque el corazón de una matriarca sólo es tan fuerte como el brazo del hombre que la acompaña, la deja hacer y deshacer porque están juntos, porque la ama.

Una vecina cuenta que días antes soñó que mi abuelo llegaba en un vochito y le decía: buenas noches comadrita, ya vine por Jesucita, muchas gracias por cuidármela.
Enterramos a mi abuela, sus bisnietos fueron y Santiago arrojó una rosa blanca sobre el féretro que descendía. –Mamá no llores, mi bisa murió, pero ya vive en tu corazón-.

Extraño su falda, esa que me permitía saber que el mundo tenía orden, que podía imaginar historias, a ella también le gustaba escribir, cuentan que ganó el concurso de Carta a mi hijo, con una que le escribió a mi papá. Jesucita gustaba de contar historias de vida, fulanita, hija de, nieta de, prima de. Mantenía las relaciones familiares como si de tablas de multiplicar se tratara, no sé cómo podía recordar relacionas tan complejas, medios hermanos, primeras y segundas nupcias, parientes, amigos. Incluso me preguntaba por mis amigos: y Gaby dónde anda, y Cristy y Polo, tu amiga del nombre raro, ¿Elo, verdad? Beto C. ¿ya se casó?

Saliendo del panteón recibí el mensaje que el ISBN de mi libro “Amor en presente” había llegado, estaría a la venta en una horas. Lloré una vez más, porque no podía contarle que las horas que pasé agarrada de su falda creando historias estaban dando frutos. Amar en presente es como amó mi abuela, a cada uno nos quiso como éramos, aceptó cada una de nuestras etapas con brazos abiertos y hubo momentos de mayor o menor cercanía pero eso es amar en presente, estar, compartir, celebrar el momento y vivir cada uno como el último y el primero. Así se amaban mis abuelos, a sus 85 años Bano todavía le llevaba gardenias a su Jesucita. Eran el vivo ejemplo de su canción: “Cómo han pasado los años, las vueltas que dio la vida, nuestro amor siguió creciendo, y con él, nos fue envolviendo, habrán pasado los años, pero el tiempo no ha podido, hacer que pase lo nuestro.”

Mi matriarca, mi Úrsula Iguarán y mi Melquiades, ya están juntos y allá él tiene su taller donde repara motores y ella dice: Ya que andas por ahí. Son mi historia de amor favorita, a seguir narrando ya que ando por aquí.


5 may 2014

Plantas Zombies

“La mirada que se detiene sobre un único rasgo de la invasión bárbara se aproxima peligrosamente a la pura y simple estupidez” afirma Baricco en su libro Los bárbaros, ensayo sobre la mutación. En ese texto llama bárbaros a la generación que los adultos no podemos comprender y solemos ponerles etiquetas como: no se esfuerzan, no les importa nada, no tienen profundidad, no saben estudiar, todo lo quieren encontrar en Google. Esa generación que está entre nosotros y que no vino  a luchar “para controlar los puntos estratégicos del mapa […] sino que están cambiando el mapa” (Baricco 2008) Nos parecen zombies y nosotros para ellos seguramente somos plantas intentando sobrevivir en un ambiente sin agua ni sol. ¿Por qué una planta querría que un zombie, un ser adaptado al nueve ambiente, viviera como ella cuando ya no hay recursos para ese tipo de vida? Por nostalgia o seguramente porque le es incomprensible el nuevo escenario donde se desplazan quienes no tienes raíces, sino pies y aunque parezca que avanzan despacio y mirando quién sabe qué, ellos se mueven, hacen surfing, dice Baricco.

Las plantas vivimos otra lógica, más cercana al refrán “quien nace para maceta no sale del corredor”. Soy una planta, soy madre de hijos zombies, de bárbaros. Mi reto es el de cualquier otra madre, educarlos. Siendo una planta que se cuestiona y que desde su corredor se sorprende de lo que cuentan los miles de pájaros azules que hacen tuit, tuit, me es difícil responder: ¿Estoy capacitada para prepararlos para el mundo que les tocará de adolescentes, de adultos? ¿Qué código con la capacidad de autogestión debo inocularles en su cerebro? ¿Qué significa su “mamá, a mí me hacen feliz las computadoras y los celulares” “Mamá no te vi porque no te encontré en el baile, pero pásame el video”? ¿Qué referentes construyen cuando aprenden a cantar en inglés, mandarín y español en you tube mientras yo leo las notas que Walter Benjamin hizo sobre Mickey Mouse en 1931? Efectivamente tratar de focalizar sólo un rasgo de los bárbaros es una tarea de plantas que no entienden porque las aves u otros vectores de polinización deben llevar su polen a otro lugar para continuar la vida.

Los bárbaros están haciendo lo que cada generación ha hecho, sobrevivir. Baricco plantea muchas hipótesis del porqué el sentido de la vida para ellos está en el movimiento, la superficie, la desacralización, la rapidez, el conectar para vivir experiencias, no para analizarlas tan profundamente que la vida no alcance para nada más. Vistos así, los zombies, los bárbaros, son otra posibilidad de ser humano, de organizarnos socialmente, de cuestionarnos y crear. Una a la que muchas plantas morirán gritando “Están perdidos, en mis tiempos era mejor” Ni para qué contestarles: dos guerras mundiales, el holocausto, dos bombas atómicas, pederastia en la Iglesia, corrupción, guerras civiles, la supremacía del poderoso (en nuestro país del más gandalla-gandaya). Como relata Baricco, quizá por eso los bárbaros decidieron cambiar el mapa, si la historia y el respeto a la profundidad de los valores sagrados (libertad, igualdad, fraternidad) aniquilan, hieren, discriminan, mejor ser efímero, encontrar el sentido en lo concreto, en lo que voy conectando mientras me muevo por la superficie, en lo que voy necesitando para resolver el presente en una lógica horizontal y no de una “verdad absoluta que termina siendo fatalmente parcial (Baricco 2008)”.

Vivir intensamente, sí vivir con la intensidad de la Novena de Beethoven, quien según Baricco es el compositor que supo crear tanto para la generación de plantas que moría, como para los zombies-bárbaros que nacían en su época. Estamos en una transición similar, dos generaciones que necesitan puentes para hacer más ligero el tránsito de plantas a zombies. ¿Quiénes son nuestros Beethoven? ¿Qué es nuestra Novena? Me gusta creer que como madre, tengo la obligación (aquí se revela mi lógica de planta: el deber ser) de construir, comprender, narrar estos puentes. 

Como madre, sólo deseo que mis hijos sigan viviendo y eso es lo que cada generación va haciendo de una u otra forma. En cierta forma, ser madre es en ocasiones ser zombie, más allá de la lectura literal de nuestro aspecto por no dormir. Pero ser madre te lleva a resolver problemas buscando y conectando información en el menor tiempo posible, si se trata de tu hijo, todo es vida o muerte y por supuesto no vas a profundizar si meterle el dedo por la garganta es la mejor forma de sacarle el bocado atorado, reaccionas, la vida impera. En otras tantas situaciones, ser madre es mirar como nunca habías mirado, tú hijo te lo pide; es saber que cada minuto es irrepetible; que por amor vas a jugar videojuegos (cuando en mi juventud escribí sobre cómo destruían la imaginación) y descubrirás que simplemente estabas traduciendo con el diccionario incorrecto.

No tenemos que gozar y darle like a lo nuevo sólo porque es nuevo, como imperativo categórico, pero hay que darle oportunidad a la sorpresa. Como madres, vamos y venimos entre el surfing, la reflexión y la culpa, si eres de  las que después de salvarle la vida al chamaco empiezas con “nada hubiera pasado si hubiera triturado más la papilla…” y una lista de hubieras hasta la causa primera. El hecho es que tu hijo está vivo y pregunta: “Mamá ¿por qué brillan las estrellas?” Si Google nos ayuda a responderle al reunir cuanta respuesta ha inventado la humanidad y subido a la red, por supuesto, qué más da. Seamos puentes entre las plantas y los zombies-bárbaros, seamos Beethoven y compongamos la Novena.  Esa es mi tarea a cuatro años de ser madre, gracias hijos.

18 abr 2014

El Abuelo


“El taller no es lugar para las mujeres” gritaba mi abuela desde la cocina (mi Úrsula Iguarán). Por supuesto no hice caso de esos llamados, tenía tareas más importantes que aprender a guisar. Mi abuelo (mi Melquiades) me enseñaba a medir, cortar, clasificar, contar y enrollar. Yo debía entregar paquetes de alambres de cobre y papel doblado en v para que él pudiera embobinar motores. Me sentía importante, necesaria, científica.

En este taller podía pasar horas sentada en un banco de madera pintado de azul jugando y trabajando con imanes, pinzas, papel, flexómetros. Disfrutaba ver a mi abuelo concentrado y después decirme con voz y ojos expectantes ¿estás lista? El ruido de un motor funcionando nos alegraba a ambos. Yo reía y me tapaba los oídos, él sonreía. Le habían traído un problema y él regresaba una solución.
-Muchas gracias maestro Bano ¿cuánto le debo?
-Lo que sea su voluntad

Esa parecía ser su respuesta para la vida, dejar que la voluntad de Dios o de mi abuela sucediera, él no se pelearía por lo superfluo.

Mi abuelo, Urbano Cuéllar, nació el 4 de agosto de 1927, casi cinco meses después que Gabriel García Márquez, el abuelo de la literatura latinoamericana (así lo nombraron los cracks en Bogotá 39 en el año 2007). En México era presidente Plutarco Elías Calles y se vivía la guerra cristera. En Colombia, Miguel Abadía Méndez era presidente y se cometían injusticias laborales que desencadenarían la masacre bananera que “El Gabo” habría de narrar en su obra emblemática: Cien años de soledad.

Mi abuelo juraba que desde el bautizo le tomó la mano a mi abuela. Ella nació doce días después que él y por la guerra cristera, probablemente recibieron el primer sacramento juntos en una celebración secreta dentro de una casa.

Veinte años después, mi abuelo le regala gardenias a mi abuela mientras caminan en sentidos contrarios en el jardín principal de Silao. Ellos se hacen novios, comen nieve a escondidas y en Bogotá, Gabriel García Márquez, publica su primer cuento, La tercera resignación en el diario El Espectador.
Mi abuelo, guiado por los comentarios de progreso en otras tierras decide probar suerte en Puebla, convence a su familia y los muda para allá. Era 1949 y mi abuela, su novia, debe esperar por él en Silao. Gabriel García Márquez se inicia en el periodismo y publica para El Universal de Cartagena.

Mi Melquiades regresa a contraer nupcias con mi abuela un 21 de mayo de 1952. Gabriel García Márquez escribía sus últimos cuentos para El Espectador y se preparaba para escribir su primera novela: La hojarasca.

Para 1966, Urbano Cuéllar ya había regresado al bajío, ahora buscaba suerte con una tienda de pinturas en el centro de León y había dejado a sus hermanas en Puebla. Poco después cerró la tienda e instaló de nuevo su taller. Mi abuela reorganizaba la vida cotidiana en tierra de tenerías con siete hijos.  En la Ciudad de México, “Gabo” escribía Cien años de soledad, inspirado en su propia familia, que terminó reflejando otras tantas.

Mi abuelo siempre quiso una hija y le llegó en forma de nieta en octubre de 1982, su primogénito, mi padre, finalmente llevó a la familia una niña.  Ocho días después Gabriel García Márquez recibió el Premio Nobel de Literatura.

Dieciocho años después, me introduzco en una tienda sacada de un cuento de hadas en Jackson Heights, Queens. Libros de piso a techo, música new age, fuentes y jardines zen entre mesas redondas con largos manteles bordados que sostienen libros abiertos. Era una espacio reducido pero el mundo entero cabía ahí. Una mujer con enorme sonrisa me pregunta en inglés qué busco. Le respondo titubeando, con risa de complicidad recorre un banco y me enseña orgullosa la colorida colección de la obra de García Márquez. Cien años de Soledad es un libro amarillo, por supuesto. La hojarasca es verde y Crónica de una muerte anunciada es morada.

En mi curso de literatura latinoamericana leo por primera vez: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” Ser latina, ser mexicana, amar la literatura tuvo un nuevo significado a partir de ese libro.

Cien años de soledad se volvió un espejo, me permitió aceptar mi vida hasta ese momento, reconocer la magia en la que ciertas personas vivimos, disfrutar la narrativa por su perfecta combinación de imaginación, historia personal y memoria colectiva. Comprendí cómo un escritor va enrollando sus personajes en la estructura de anécdotas, conflictos, profecías que imagina. Por primera vez vi la literatura como un motor que bien embobinado produce encuentros, vence distancias físicas y temporales. No bastaba la inspiración, era necesario trabajar, ser metódico, experimentar, perfeccionar y cada vez estar listo para la sorpresa que esa unión de palabras produciría. Chispas amarillas en forma de mariposas me hacían sonreír en ese nuevo taller que no quería abandonar.

García Márquez es efectivamente el abuelo que con sus historias me hizo sentir especial frente a un mundo de rascacielos y lógica pura. Es el abuelo que me enseñó que la locura y la soledad son parte de la vida, que narrar es dar orden, para que otros miren lo que no saben ver, porque no creen que sea posible.

Urbano Cuéllar es mi abuelo de sangre, de quien aprendí que la magia no es suerte, sino trabajo metódico, energía ordenada con un propósito. El abuelo que me hacía caballito de niña ante la sorpresa de sus siete hijos que todavía hoy dicen: nunca antes vi a mi papá jugar. El abuelo que me dejaba leer periódicos y condoritos durante horas en la bodega del taller con tal de no ir a cocinar o escuchar a las amigas de mi abuela hablar cosas de mujeres, decían ellas. El abuelo que recibió feliz a mi segundo hijo, porque dijo se parecía a su padre. El abuelo a quien le sostuve su mano mientras expiraba y le decía al oído: aquí estoy.

Para mí murieron dos grandes, el abuelo de la literatura latinoamericana y el padre de mi padre. Nacieron con cinco meses de diferencia, murieron con dos días de diferencia. Distintas latitudes y caracteres, pero dos hombres de una misma generación partieron dejándome momentos felices. La profecía se realizó, la cola de cerdo que es la muerte me tiene en silencio desde hace días, recordando el taller donde las máquinas cobraban vida, donde saltaban chispas amarillas, naranjas y me hacían reír.  La muerte de García Márquez se coló en mi mente porque mi hermano lo leyó en Internet, entonces me fui a Macondo, a Nueva York, a esa frase que por primera vez me hizo llorar la muerte de mi madre sin miramientos: “Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra.”

Las anécdotas se agolpan en mi mente, mi abuelo, quien una vez hizo funcionar la nueva maquinaria alemana de una tenería sin ver planos, ni leer inglés o alemán, sólo con observar y caminar alrededor, haciendo pequeños ajustes, casi mágicos, dicen quienes cuentan esta historia una y otra vez. De un segundo a otro, la inversión que ya maldecía el dueño se volvió productiva. Mi abuelo que lo mismo reparaba lavadoras, licuadoras, que cepillos para el cabello y espejos para mi abuela, también gustaba de quedarse dormido en su sillón después de comer y despertar como si nada ante el llamado de mi abuela y su insistencia en que socializara con los invitados. Él siempre respondía al ¿qué nos cuenta don Bano?  -tengo muchos motores- y regresaba al taller. Mi abuelo a quien no le gustaba estrenar porque se acababa, había que aprovechar al máximo lo que se tenía.

Escribo, un motor se enciende y estoy en ese taller de Emiliano Zapata 221 y al mismo tiempo frente al hielo con Melquiades.


13 feb 2014

Un amor legendario


Desde el 14 de febrero en que mi novio me dio un beso increíble (al menos para mí), después me cortó y justo esa noche conocí a un hombre que me cambió la vida, no he esperado por esta fecha con tanta emoción como lo hago hoy. Mañana se estrena la segunda temporada de House of Cards, una serie que tiene de todo menos amor, o una forma muy torcida de amor conyugal, que prefiero denominar pacto de lealtad más que de amor. En el día del Amor (acéptenlo, la amistad es una versión más del amor) sólo quiero estar frente al amor de mi vida: La Televisión.

Aunque desde pequeña soy adicta a la televisión, apenas en estos años de #ForeverAlone he descubierto que más que una distracción, mi tiempo con las series televisivas es superior al que paso con familiares y amigos. Tengo muchas posibles respuestas, pero la más reciente es porque mis tiempos de esparcimiento ya no coinciden con los de mis amigos reales y por muchas redes sociales, uno quiere la interacción, el contarse historias, el emocionarse por lo que resultará de la recomendación que se le hizo al amigo. En mi caso, la televisión ha resuelto ese hueco, esa necesidad de sentirme cómplice de historias, de viajar, de salir al café o al bar, de cuestionarme mis valores, mis ideas, mi realidad. 

Con los años uno se va haciendo selectivo, y tanto en la ficción como en la realidad, se requiere de grandes personajes, aventuras, historias con un ángulo interesante para mantenerse enamorado y haciendo citas para interactuar. Se requiere de guiones creativos, atrevidos. Se necesitan directores que apuestan por lo complejo, que creen en su público. Series que acerquen a la verdad que muestra la ficción, porque de pronto se puede estar rodeado por entes, zombies, con quienes se resuelve el mundo pero desconoces por completo. 

Netflix es el responsable de que mis afectos pasen hoy por la televisión. Desde el año pasado mi estado emocional depende de Walter White (Breaking Bad), Hank Moody (Californication), Amy (Enlightened) y Don Draper (Mad Men). Como menciona una postal que viaja por Facebook: Ni todos los libros son literatura, ni toda la televisión es basura. Estos personajes habitan en mí, me reflejo en ellos e indago sobre mí en sus historias, me conozco a través de ellos. 

En estos tiempos de hiperconexión digital, la televisión (el lenguaje televisivo) ha abandonado la sala, el cuarto, la casa, la llevamos en los bolsillos y se vuelve un amigo íntimo, con una historia extraordinaria para compartir, con una forma de enamorarnos que deseamos reunirnos seguido. Hay series que sorprenden a los espectadores porque constantemente los sacan de su zona de comfort, de sus hipótesis en la historia, de lo que habían aprendido sobre la televisión y sobre ellos mismos. De pronto te descubres compasivo frente a un narcotraficante o con ganas de matar a una mujer que medita. 

Muy a la Ted Mosby (How I met your mother) amo la búsqueda de la historia perfecta, el jugar con las posibles interacciones entre narraciones y sus efectos, el tener anécdotas para los más jóvenes. Así como él va hilando todos los hechos que lo llevaron a conocer a la madre de sus hijos, así las series televisivas audaces van contando el deseo por mirar desde otro ángulo, proponen formas de acercarnos a lo real y a lo imaginario. Crean identidad, viven en nosotros y se vuelven puentes para acercar a los prójimos lejanos: ¿Has visto esta serie? o para alejarlos aún más: No.

Lo cierto es que sé que no soy la única #ForeverAlone que ama la televisión, no soy tan especial. La televisión realmente me está educando en esto de moverme entre distintos ángulos de percepción de un hecho. Así que si no tenías ninguna razón para celebrar esta fecha de chocolates y rosas, te ibas a vestir de sarcasmo y dolor, o te ibas a disfrazar de intelectual y decir: es mercadotecnia, mientras por dentro llorabas intensamente por no tener a quien abrazar, no te agüites. Tansforma tu mirada. Abraza tu almohada, desvélate con la televisión y deja que tus historias favoritas te enamoren la mente.

Gracias televisión por enseñarme que mi próximo Barney Stinson además de nadador, joven y lector, tiene que ser adicto a ti. Sí, no necesito una aplicación busca parejas para saber que mis posibilidades de encuentro se van reduciendo exponencialmente. Ya por eso voy a comprarme un gato porque cada vez me parezco más a Penny (Mad Men) o a Caroline (Caroline in the city). Pero mañana nadie me quitará de la cabeza que ver el estreno de House of Cards acompañada de sushi y cerveza clara va a ser  legen...esperen, esperen... dario.